12 de diciembre de 2030
“¡Las ocho menos cuarto! ¡Ya llego tarde a
clase otra vez! ¡Estos malditos despertadores de arena funcionan cuando
quieren! ¡Yo que no llegaba tarde a clase ni cuando tenía que despertarme a las
seis de la mañana para coger el autobús! ¡Bendito móvil que te despertaba a su
hora!”
Salí de casa, cogí la bicicleta y llegué
como pude al instituto donde impartía clases de lengua y literatura desde hace
dos años. Los últimos cuatro habían sido un infierno. Desde que todo lo
tecnológico decidió dejar de funcionar mi despertador no sonaba a su hora, la
cafetera de última moda ya no hacía café, y necesitaba la bicicleta para todo,
porque con el coche ya no se podía contar.
Y si la manera de vivir había cambiado,
mucho más lo hizo la educación. Hacía ya más de diez años que las materias se
impartían a través de internet, el ordenador portátil era lo único que los
alumnos necesitaban y era comodísimo dar la clase por videoconferencia… ¡Qué tiempos! Pero de repente todo dejó de funcionar
y tuvimos que volver a dar las clases a la antigua usanza. Bolígrafos, folios y
una gran cantidad de libros abandonados era lo único que nos quedaba para
transmitir a nuestros alumnos la literatura de los últimos siglos.
Profesora - Buenos días chicos, perdón por el retraso
Marco - Profesora, hoy toca estudiar al poeta este del
siglo pasado, ¿cómo se llamaba?
Ana – Benedetti, ¡alelado!
Marco – ¡Eso, Benedetti! Hace muy buen día para estar
en diciembre, ¿no podemos salir fuera a dar la clase?
Y allí que nos fuimos todos, a sentarnos
bajo los árboles que aún quedaban para disfrutar de los textos de aquel poeta,
el mismo que años antes yo misma había estudiado de una forma tan diferente,
pero disfrutándolo con la misma intensidad.
Porque la explosión de aquella burbuja
tecnológica nos demostró a todos que era necesaria para muchas cosas, pero para
otras, como sentarse a disfrutar de la poesía en una clase de secundaria, solo
son necesarias dos: los textos y el amor por la literatura.
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